Laberintos de Trinidad

José Roberto Duque

Noviembre 2021

INTRODUCCIÓN

El siguiente registro fue construido a partir de testimonios de repatriados, en el viaje del 18 de julio de 2021 a bordo del buque «Paraguaná», desde Puerto España (isla de Trinidad) al puerto de Guanta, en el estado Anzoátegui. En ese viaje especial regresaron más de 700 venezolanos que habían emigrado a esa isla y expresaron su deseo de volver voluntariamente a Venezuela. El gobierno de Venezuela los incluyó en su programa de repatriación, llamado Plan Vuelta a la Patria. Fue el más concurrido de los viajes realizados hasta ese momento.

Las personas testimoniantes migraron desde el mismo punto (La Barra, en el Delta del Orinoco, aunque hacia destinos diferentes en Trinidad), en momentos diferentes. Es importante proporcionar una descripción general de las características de la ruta, para una mejor comprensión de los riesgos y obstáculos; en esa zona han fallecido o desaparecido varios viajeros en traslados legales e ilegales, y en los relatos personales queda claro que los protagonistas no tenían un conocimiento previo de esos peligros.

La Barra es el nombre de varias formaciones o islotes a la salida del Delta, producto del choque de las aguas marítimas y fluviales; a este fenómeno se le conoce como macareo, y Macareo se le llama también a uno de los poblados de indígenas warao, justo el que queda en la barra del mismo nombre. La otra barra concurrida es la de Mariusa. De esas dos barras sale la mayoría de las embarcaciones con personas que aspiran a ingresar en Trinidad al margen de las vías formales y convencionales.

Las corrientes y turbulencias que se producen en el golfo de Paria debido a ese choque perenne de las aguas del Orinoco con las corrientes y mareas oceánicas han recibido los nombres de Boca de Serpiente y Boca de Dragón, porque así las denominó Cristóbal Colón en su tercer viaje, en 1498; ya en su carta de descripción de la travesía queda constancia de su peligrosidad, del caos y el estruendo que allí se producen. Fondeada su nave en una de esas barras, probablemente entre Mariusa y Macareo, Colón creyó que ya no iba a poder avanzar ni retroceder, debido a que no comprendía qué tipo de evento estaba ocurriendo en las aguas embravecidas. El navegante ignoraba la existencia del Orinoco, pero supuso que había un gran río vertiendo grandes cantidades de agua dulce en el océano.

Más de 500 años después las personas que deciden viajar por esa ruta manifiestan el mismo terror ante el furioso fenómeno que zarandea las embarcaciones (ahora pequeñas embarcaciones que los responsables del tráfico de personas llenan casi siempre por encima del límite de su capacidad) y las hace naufragar con alarmante frecuencia.

Los testimonios que aquí se recogen corresponden a dos travesías distintas: La BarraPalo Seco y La Barra-San Fernando; para llegar a este último destino es preciso cruzar la turbulencia del golfo de Paria, bordear la isla de Trinidad por el sur y luego enrumbar hacia el noreste, en un largo recorrido de varias horas.

Las cifras, datos y testimonios recogidos aquí se obtuvieron en el barco que traía de regreso a Venezuela a más de 700 venezolanos y venezolanas repatriados de manera voluntaria a través del Plan de Estado venezolano denominado Vuelta a la Patria.

ORLANDO (I)

Lo primero que le preguntaron los policías a Orlando Tavares cuando fue interceptado en la carretera San Fernando-Puerto España, en Trinidad, fue si sabía los nombres de la gente que los había llevado a él y a seis venezolanos más hasta ese lugar. Pocos kilómetros antes de llegar a la ciudad capital, el conductor de la camioneta pick-up que debía trasladarlos a la dirección acordada les había indicado a los pasajeros que se bajaran, que hasta ahí podían avanzar, que les tocaba hacer el resto del recorrido a pie.

Presionado por los de uniforme, a Orlando le cruzó por la mente la idea de denunciar a aquellos sujetos; lo habían despojado de casi todas sus pertenencias antes de partir a la isla, lo habían amenazado y maltratado de varias formas, antes de invitarlo a desembarcar, junto con otra buena cantidad de personas, en una playa oscura y solitaria; siete tenían su mismo itinerario, a los demás no volvió a verlos.

Y ahora esto: el abandono en una vía sin alumbrado, cerca de la capital, pero cerca también de un retén o alcabala por donde no había forma de cruzar secreta ni discretamente. A Orlando se le mezclaron dos reflexiones: primero, la criminal forma en que los lancheros arriesgaban la vida de tanta gente en ese viaje difícil, cobrando además tantos dólares por el traslado. Pero, dadas las circunstancias, parecía también un milagro o un gesto de buena voluntad el que les cumplieran la promesa del traslado en carro, aunque éste no se había completado del todo.

Mientras los policías lo registraban y hacían preguntas apartado del resto del grupo, encontró algo de serenidad para evaluar su situación. Y su situación era esta: migrante ilegal en Trinidad y Tobago, sin pasaporte, sin forma de comunicarse con su familia o aliados; sobreviviente de una travesía en la que nadie sabe si va a llegar vivo, y ahora detenido en plena madrugada con sus compañeros de travesía, cara a cara con unos policías que les gritaban en inglés y a veces masticaban el español. Fue la primera vez que le escupieron el insulto que luego habría de escuchar tantas veces en tres años de permanencia en ese país: “Fucking spanish”.

En ese tipo de negocios nadie se identifica, ni a los “clientes” les conviene andar preguntando ese tipo de referencias y datos personales. Pero los policías seguían insistiendo: que les diera nombres, que les dijera, aunque sea el color de la lancha. Orlando resume así el disparate: “Dos de la madrugada, ese bote dando pingazos en el mar, todo el mundo pendiente más bien de ver de dónde se agarra para que no te aviente una ola, ¿qué voy a estar yo pendiente de fijarme en el color de nada?”. En este punto del trayecto la única opción era decir todas las verdades, incluso las dolorosas: no sabía nada, no recordaba nada, no tenía a quién culpar de nada.

Llegó el momento esperado, el inevitable, en que ahora sí, en perfecto castellano, le dijeron que tenía que pagarles si quería continuar su camino. Otra vez el trámite de la verdad total: “Hermano, yo no tengo plata, no tengo nada”. Y otra vez el insulto: “Fucking spanish”.

CLARA Y HENRY (I)

Tres años atrás Clara y Henry, pareja recién juntada para armar familia, 18 años de edad ambos, se habían dejado seducir por los mismos cantos o rumores y se lanzaron a la aventura de la emigración desde San Félix, en Bolívar. Confiesan que no había en la vida de ninguno de los dos un drama lo suficientemente grave que ameritara su partida en condiciones extremas. De todos modos, a cierta edad incluso las condiciones extremas resultan más estimulantes que inhibidoras. Se puede emigrar por real necesidad, pero muchas veces también por impulso aventurero y hambre de explorar otras fronteras.

Tenían ganas de experimentar una vida fuera del país, aprovechar las ventajas de un ingreso en dólares y, en general, “cambiar de ambiente”: en San Félix, en el umbral del territorio de la aurífera, la mayoría de las personas que no quieren probar suerte en una mina viven todas las desventajas de la conmoción social propia de la cultura minera, y ninguna de las ventajas del alto circulante de divisas.

Recién salidos del liceo y bombardeados por la sicoterrorífica matriz según la cual “esto se acabó”, aceptaron atender a los llamados y la estimulación a distancia de la hermana mayor de Clara, que ya tenía un año viviendo en Puerto España y le aseguraba que “no es tan difícil” obtener papeles y conseguir trabajo en poco tiempo.

La Venezuela de 2018 venía de una tormenta política de guarimbas y se dirigía a otra de mayor intensidad: el año en que se incrementó la propaganda antivenezolana por el flanco del éxodo (“la diáspora”, citan Clara y Henry, más o menos convencidos de saber en qué consiste el fenómeno que lleva ese nombre) coincidió con una escalada sostenida del dólar ilegal y, en general, con las perturbaciones propias de una economía sometida a presión y ataques, internos y sobre todo externos: escasez de medicinas y otros insumos vitales, corte del suministro de todo producto energético, desde alimentos hasta combustibles. Al lado de San Félix, el Orinoco es una larga autopista que invita a la navegación aguas abajo. Los chamos en conmoción aceptaron la invitación concreta de la hermana de Clara y también la invitación simbólica del curso del padre río, hacia el levante.

Siguieron la ruta de todo aspirante a desplazarse por esa frontera marítima: Tucupita, los caños y escala en el poblado o purgatorio llamado La Barra. “Ahí empezó a ponerse todo mal”, recuerda Clara; “antes de llegar nos cayeron unos tipos armados, nos quitaron los teléfonos y nos separaron; dos días, viernes y sábado, a mí me llevaron a dormir a una choza con las demás mujeres, y a Henry en otra con los hombres. Nos quitaron todo; nos dijeron que no podíamos subir al bote sino con una maleta o bolso de mano pequeño. Nosotros llevábamos dos maletas medianas, y tuvimos que entregarlas”. La “alimentación” corrió por cuenta de los sujetos encargados de transportar a los viajeros; refrescos, galletas y panes dulces tres veces al día.

La madrugada del domingo, finalmente, volvieron a juntarlos a todos. Les explicaron que había que esperar el mejor momento para lanzarse a la mar, que según los hombres estaba picada (ni Clara ni Henry ni nadie sabía exactamente cuándo dejaba de estar picada la mar en esa confluencia del río con el océano), y además era preciso esquivar el vuelo de los drones que vigilan el movimiento de toda embarcación. Escogieron entonces aquel momento de la madrugada para abordar el bote, que, según escucharon decir, tenía capacidad para menos de 20 personas y al final fue llenado con más de 30, más el equipaje que le permitieron llevar a cada quien.

Lo de la mar picada lo comprendieron mejor a los pocos minutos de partir; la embarcación parecía que se volteaba, el lanchero maniobró unos minutos contra el oleaje, pero decidió no insistir y regresó a tierra a esperar un mejor momento. La expectativa o plan era llevar a esos pasajeros durante un tramo y hacer un trasbordo a otro navío en alta mar, pero esto no pudo concretarse. Horas más tarde hubo un nuevo intento y esta vez sí lograron tomar rumbo.

MARLENE (I)

En el año 2018, cuando ya había cumplido 55, salí de Venezuela rumbo a Trinidad. Antes lo había intentado legalmente, comprando mi boleto en una línea aérea, pero las dos veces que hice el trámite me rechazaron uno de los requisitos que pedían, que era una carta de invitación para realizar algún trabajo formal. Como soy cristiana evangélica y ya tenía contactos con la iglesia Open Bible en la ciudad de San Fernando, allá en Trinidad, conseguí que me enviaran esa carta de invitación. Y ellos de verdad me esperaban para darme trabajo, los hermanos cristianos tenemos esas puertas abiertas. Pero por alguna razón las autoridades no me aceptaban ni me validaban la carta.

Varios vecinos y conocidos me habían hablado de una gente que lo traslada a uno para allá de manera ilegal, en lanchas llenas de venezolanos, y yo decidí entrar en contacto con esas personas. Mi papá estaba enfermo y yo no tenía ingresos con que costearle el tratamiento. Mi plan era trabajar allá y enviar las medicinas a la casa de mis padres en El Tigre.

El pasaje costaba 250 dólares. Tenía que llegar a Tucupita y encontrarme allá con unas personas que me llevarían en curiara hasta La Barra; de La Barra saldría para Trinidad en un viaje que dura una hora. Me sonó todo muy rápido y fácil. Vendí la cocina, la nevera y las poquitas cosas que podía vender, completé los 250 dólares y algo más para el viaje, y me fui en autobús hasta Tucupita.

El contacto con el hombre encargado del traslado a La Barra también fue rápido. Llegamos a un punto que llaman El Volcán, que es el punto de salida hacia los caños del Delta; había gente de varios lugares de Venezuela lista para hacer ese mismo viaje. Esto me dio un poco de tranquilidad, iba a ir acompañada por varias personas. A todas estas nunca oí ni un solo nombre de la gente que estaba contratando, ni siquiera el del muchacho que cobró los 250 dólares cuando salimos de Tucupita. Todo el contacto fue por teléfono, pero no supe nunca cómo se llamaba nadie en ese negocio.

El viaje hasta La Barra se me hizo largo y un poco incómodo porque íbamos muchas personas en esa curiara. Todos esos caños eran igualitos, o no sé si era uno solo, pero al fin llegamos a La Barra y lo que me pasó por la mente fue que en una hora iba a estar ya en la isla, entonces pensé que el rato de incomodidad había valido la pena. Pero fue pasando el tiempo, y en la tarde nos informaron que no se podía salir porque las olas estaban muy altas. Dormimos en unas chozas de techo de palma, ahí con los indígenas.

Al día siguiente seguimos esperando que mejorara la situación, pero cada rato nos decían que no estaba bueno el mar para salir, y ese día también se nos hizo de noche. Y después pasaron dos días más; en total tuvimos que dormir ahí cuatro noches. Hasta que al fin al quinto día nos avisaron que íbamos a salir, y nos montamos todos en una lancha pequeña; yo conté doce mujeres y como diez hombres, todos con sus bolsos y maletas. Después me enteré de que la capacidad de esas lanchas era de máximo 15 personas.

ORLANDO (II)

Orlando estaba por cumplir 30 años; había sido agricultor y esa sigue siendo su mejor opción. Desde su nacimiento vivió en los alrededores de Caucagua, en el umbral de la región de Barlovento (estado Miranda). En la finca de su familia cultivan cacao y plátano, y de la venta de esos rubros han subsistido por años. Tal como se acostumbra en la zona, donde florece una cultura cacaotera, desde niño trabajó en la recolección de las maracas de cacao; el trabajo en familia no trae consigo el dato de la explotación sino el aprendizaje de un oficio y el sentido de sostenimiento familiar.

De pronto las cosas se pusieron particularmente difíciles en la localidad, porque una banda criminal se dedicó a robar las mangueras para el riego; robaron a varios parceleros, hasta que les tocó a los Tavares. Todo eso se puede recuperar a un costo no tan alto, pero como en 2019 todo el mundo andaba hablando de lo fácil que era irse a trabajar en la isla de Trinidad, Orlando aprovechó que varios amigos tenían planes de irse también, consiguió una plata y se fue con dos de ellos buscando la ruta Tucupita-Palo Blanco-La Barra. Uno de los amigos era el que sabía qué hacer y con quién tenía que hablar, así que delegaron en ese compañero la organización de la partida.

“Por La Barra sale todo el mundo, ese es un paso de toda la vida entre Venezuela y Trinidad, ahí uno encuentra pescadores, contrabandistas, gente que se piensa quedar en Trinidad y gente que va y regresa el mismo día”. Orlando y sus dos amigos sortearon bien el trance de superar el paso por la Boca de Dragón, remolino o sacudón eterno que estremece la zona donde chocan las aguas dulces y saladas, de madrugada, antes de ser recogidos con el otro pequeño grupo en la carretera y dejados a la intemperie a pocos metros de la alcabala o retén.

Ya al amanecer se operó un prodigio que Orlando le atribuye a que los demás viajeros tal vez sí tenían con qué satisfacer a los de uniforme: sin decirles nada, desmontaron aquella improvisada alcabala (en realidad una patrulla parada al borde de la vía) y se largaron, cuando ya comenzó a hacerse fluido el tránsito de vehículos.

HENRY Y CLARA (II)

Como a Orlando, a Henry y Clara también los recogió un vehículo en la misma carretera, pero antes debieron superar otro momento agónico: a varios metros de la tierra les ordenaron que se lanzaran al mar; tuvieron que nadar y caminar con el agua al cuello antes de lograr pisar firme en la arena de una playa solitaria. El capitán de la embarcación los acompañó hasta el punto en que debía recogerlos un carro con destino a Puerto España, pero para hacerlo tuvieron que caminar por una montaña y esperar que oscureciera, para evitar ser vistos. “No lo podía creer: nos llevaron en taxi hasta la dirección que habíamos dado”. Amedrentados, despojados de dinero y teléfonos, pero ya en el lugar que habían escogido como su destino.

“A los pocos meses”, recuerda o cree recordar Henry, después de polemizar con Clara sobre el tiempo transcurrido, “Migración hizo un llamado a los venezolanos ilegales para que fuéramos a regularizar nuestra situación. Nos dieron un papelito temporal, como un recibo. Pasó el tiempo, y cuando por fin salió el carnet que nos iba a permitir trabajar ya estaba vencido”.

Clara trabajó en un restaurante, primero lavando platos y luego atendiendo al público; para defenderse en esta última ocupación aprendió lo muy básico del idioma inglés, con los matices y peculiaridades locales: “machetiao”, especifica Henry para aclarar mejor las ideas.

Henry realizaba trabajos ocasionales; con los ingresos de ambos podían colaborar con la hermana de Clara, que vivía en una vivienda muy pequeña y les cedió una habitación todavía más ínfima, que pareció encogerse en el último año de permanencia en Trinidad debido al nacimiento del hijo de ambos. Llegado este momento, comenzaron, ahora sí, cinco años después de su llegada, a pensar en los planes para el retorno.

Clara y Henry forman parte del grueso de las estadísticas, casos y situaciones recogidos en la navegación de regreso, a bordo del “Paraguaná”. En ese viaje se aplicó una encuesta para medir el entorno y avatares socioeconómicos de los venezolanos en Trinidad; en efecto, la joven pareja respondió como la mayoría de los encuestados en buena parte de los planteamientos de la investigación, a saber: las razones para su emigración fueron fundamentalmente económicas, como lo declaró 83,51 % de las personas entrevistadas; lograron realizar algún trabajo, tal como respondió el 84,54 %. Manifestaron que sus ingresos eran suficientes para vivir (58,76 %), pero otros datos dicen algo más sobre sus condiciones y calidad de vida: debían trabajar de 8 a 12 horas al día (como el 74 %) y seis o siete días a la semana (51,44 %. No gozaban de seguridad social (92,78 %), trabajaban sin contrato que los amparara (85,57 %); cobraban menos que los nativos de Trinidad y Tobago por hacer los mismos trabajos (70,10 %), debieron padecer períodos de más de un mes sin empleo ni ingresos de ningún tipo (65,98 %); y, como más de 70 por ciento de los 200 venezolanos que respondieron la encuesta, fueron despedidas o forzadas a renunciar en algún momento, por diversos motivos.

Ya en el barco del regreso, hablando con libertad de los pormenores de su larga odisea, la joven familia me manifestó una preocupación: habían oído que el gobierno venezolano solo se había comprometido a trasladarlos, junto con más de 700 repatriados, hasta el puerto de Guanta, en Anzoátegui. La llegada del barco era un domingo, día complicado para conseguir transporte hasta San Félix, a más de 200 kilómetros de distancia. Poca cosa, teniendo en cuenta lo vivido en el viaje de ida, pero asunto nada desdeñable por resolver.

MARLENE (II)

Llegamos a la playa que nos habían dicho, en Palo Seco, ya en la isla de Trinidad. Pero apenas nos bajamos en la playa aparecieron unos policías, unos hombres grandísimos como de dos metros, vestidos de negro y con las caras tapadas, y nos llevaron presos a todos. No supe qué pasó con el conductor de la lancha, pero la verdad es que no lo volví a ver más nunca.

Comenzó entonces una paseadera por varios puestos policiales. La primera noche estuvimos en uno, y al día siguiente nos movieron a otro, en el que pasamos dos días más. Así nos tuvieron por un tiempo, cambiándonos de calabozo cada dos o tres días, sin derecho a comunicarnos con la familia ni con nadie. A veces nos levantaban temprano para llevarnos al tribunal, y nos trasladaban, pero cuando teníamos varias horas ahí esperando al juez o a alguien que nos registrara y abriera un caso, nos devolvían otra vez a la policía. Y empezaba otra vez la rutina: yo creo que nos pasearon por todos los calabozos y puestos policiales de la zona, sin darnos permiso ni siquiera para bañarnos.

Hubo un jefe policial al que le pedí el favor de dejarme hacer una llamada, y él como que se compadeció y dio la orden de que me dejaran llamar a mi esposo; yo había anotado su número en una trabilla del pantalón, ese pantalón que no me había quitado desde que salí de Tucupita. Pero nadie cumplió esa orden y tuve que seguir esperando una oportunidad de informarle a la familia en qué condiciones estaba.

Llevábamos quince días en eso cuando por fin apareció un abogado, que no sé de dónde salió ni quién lo mandó, pero nos dio esperanzas y nos dijo que íbamos a salir rápido de eso. Me recomendó que me declarara culpable de haber entrado ilegalmente al país y que la declaración incluyera una parte donde pidiera perdón por haber entrado a Trinidad, y así lo hice. No salí en seguida como me había dicho el abogado, pero al menos ya tenía abierto un expediente. Me trasladaron a la cárcel de mujeres en Aruca. Ahí esperé un veredicto y el beneficio de libertad, durante diecisiete días más.

Cuando por fin pude comunicarme con mi esposo y supieron con alivio que no estaba muerta ni desaparecida, recibí algunas malas noticias. La peor era que me habían robado las pocas cosas que me quedaban en mi casa; alguien rompió una pared, entró y se llevó todo. De todos modos, seguí adelante con mis planes; aunque no sabía dónde estaba parada, busqué la forma de llegar a la iglesia Open Bible en San Fernando y hablar con el pastor. Logré que me recibieran y me dieran trabajo. Pero antes tuve que estar en la cárcel con varias venezolanas; entre ellas me dediqué a predicar la palabra.

(ORLANDO III)

En Trinidad trabajó como obrero en varios ramos de la construcción; fue plomero, albañil, caletero, lo mismo Jhonatan, uno de sus compañeros de viaje (al otro amigo le perdieron el rastro). Cuando relataba este momento de su estadía en la isla, unas mujeres que venían en el mismo barco de regreso a Venezuela, y con quienes los dos amigos habían hecho amistad, agregaron: “También fueron streepers y peluqueros”. La carcajada y la burla mutua relajaron la conversación, lo suficiente para percatarse (y percatarnos) de que, superado el largo trance de las vejaciones, el engaño y el trabajo en semiesclavitud, la historia se estaba torciendo para bien: venían como pasajeros en un barco que los traería de vuelta a su país.

La sensación y expresiones de alivio tenían buenos motivos. Orlando y Jhonatan habían padecido y soportado algunas situaciones también manifestadas en la encuesta, junto con la mayoría de sus compañeros de regreso: durante su permanencia en Trinidad no tuvieron acceso a atención médica en el sistema público de salud, lo mismo que el 64,95 % de los consultados; no fueron vacunados contra el COVID 19, como tampoco lo fueron 87,63 % de ellos. Atrás quedaba también el pequeño pero cotidiano tormento de no haber tenido la oportunidad de obtener documentos legales (idéntica situación en 73,20 % de los encuestados), forman parte del 69,07 % que no tuvo acceso a la educación pública, y del 79,38 % que no pudo alquilar una vivienda a título personal. Ante tan escabrosa situación no había muchas opciones aparte del retorno, cosa que pudiera parecer un trámite complejo, en vista de lo desprestigiado que están los trámites burocráticos en todas partes. Pero la realidad fue más bien expedita y sorpresiva.

“Fue fácil”, dice Orlando, “el consulado de Venezuela publicó un número y un correo para que los venezolanos dispuestos a regresar se anotaran en una lista. Nos anotamos, y no pasaron dos meses antes que nos llamaran y le pusieran fecha al viaje de vuelta. No nos cobraron nada, y ya con esta son dos comidas que nos dan en este barco”.

Las primeras horas de navegación fueron algo turbulentas; el tránsito por lo más violento de la Boca de Dragón produjo unos cuantos mareos y descompensaciones. Los bomberos marítimos estaban allí, en previsión de esa eventualidad, que fue algo incómoda, pero en ningún caso grave. Tres mujeres embarazadas y varios niños menores de pocos meses hasta ocho años se encontraban en el grupo; todas y todos soportaron el rato de tensión con bastante entereza, dadas las circunstancias.

Sobre las expectativas de Orlando y Jhonatan al llegar a Venezuela, quisieron ilustrarlas con una comparación. Por su trabajo como obreros les pagaban 50 “tití” a la semana, cuando había trabajo fijo; por ese mismo oficio a los nativos de Trinidad les pagaban de 150 a 200. Un dólar estadounidense equivale, con fluctuaciones, a 8 “titís” como promedio. Esos ingresos alcanzaban para vivir, pero no para cumplir el sueño de mejora de calidad de vida ni la ayuda a la familia que quedó en Venezuela. “Fucking spanish” es algo más que una expresión de trinitarios intolerantes; es actitud y vocación de explotadores, xenófobos y pequeños tiranos corporativos.

Tuvieron ocasión de conocer venezolanos en Trinidad y Tobago en peor situación que ellos, y de ayudarlos en la medida de las propias limitaciones y sufrimientos. A bordo del buque que los trajo de vuelta a la patria aportaron datos y señas particulares de los otros venezolanos que estaban en situación crítica o vulnerable: en situación de calle, personas con discapacidades severas, un par de mujeres encarceladas.

“Allá en Barlovento me volveré a dedicar a la agricultura. Mi hermano me dijo que otra vez está cogiendo impulso el cacao, hay una industria que están abriendo en Caucagua, tengo que llegar para ver bien qué es lo que hay. Pero trabajo parece que tenemos”.

La actitud y planes de Jhonatan parecían ser otros. Después de informar que él, además de músico (toca el bajo) ha sido entrenador deportivo, dio un largo rodeo ante la pregunta de qué pensaba hacer en esta nueva oportunidad de reconciliarse con el terruño, sin muchas certezas, comenzaba de nuevo.

CLARA Y HENRY (IV)

A pocas butacas de distancia de Orlando y Jhonatan, dentro de la embarcación, a Clara y Henry les sorprendió enterarse de que, además del viaje por mar, las autoridades de Venezuela les habían garantizado a todos los viajeros un traslado por tierra hasta sus respectivas entidades. Había entre los repatriados, personas de todos los estados del país; adultos mayores, gente muy joven, niñas, niños, adolescentes y hombres en edad adulta y/o “productiva” (el capitalismo se fija en esos detalles, primero que en cualquier otro). Son más de 700 historias, 700 vidas con sus trayectorias y expectativas.

MARLENE (IV)

De las mujeres que conocí en esa cárcel, las que se hicieron mis mejores amigas fueron dos muchachas que habían llegado solas a la isla. Al salir se pusieron a trabajar, pero todavía no han logrado reunir nada para el pasaje de regreso a Venezuela. Trabajan limpiando sacos de ají picante; parece fácil pero es horrible, nada más de olerlo empiezan a hincharse, se rompen las manos. Se dedican a limpiar casas y oficinas; por eso les pagan de 100 a 150 TT (“tití”: la moneda de Trinidad y Tobago, que equivale a unos 8 dólares), mientras que el sueldo para los nacidos en Trinidad por hacer lo mismo es de 500 a 600 TT. Esperan poder regresar a Venezuela, pero en diciembre.

Otra de mis compañeras tiene tres niños y el esposo está sin trabajo. También quieren regresar, pero no logran reunir la plata. Viven de la caridad de algunos amigos que los ayudan con la comida, les regalan ropa usada. Quieren volver porque saben que eso no es vida, pero no tienen cómo.

Otro caso triste y terrible que conocí fue el de una pareja que llegó, él se enfermó de los riñones y no lo querían atender porque no tenía ni siquiera el carnet rojo. Indocumentado, ilegal y enfermo, todavía anda por ahí con una manguera y una bolsa de drenaje. La mujer es la que trabaja; ellos son de Barcelona. Quieren y necesitan regresar a Venezuela. Ya yo les expliqué cómo hacerlo.

Quedan muchas mujeres presas en Aruca, y otras que son víctimas de explotación. A muchas mujeres que traen aquí, engañadas, sabiendo o sin saber que las van a prostituir, las alojan en buenos hoteles, pero las obligan a pagar el pasaje y las comidas, y no pueden salir ni comunicarse con nadie. Conocí muchachas muy jóvenes, de 19 y 20 años, que cayeron en esa trampa y tienen que pagarles a esos hombres sin protestar. Y a los hombres los captan ofreciéndoles trabajo seguro, pero cuando vienen a ver son llevados a minas de carbón de donde casi siempre salen enfermos o muertos.

***

Apenas salí de la cárcel, mi situación se fue enderezando poco a poco. Cambié de trabajo, ahora en una iglesia católica; mi tarea era organizar a 40 familias todos los meses para que recibieran unas comidas y beneficios. Una misión caritativa.

Yo recibía esos alimentos y unos titís, pero el arriendo, la luz y el agua había que pagarlos. Para colmo, en diciembre de 2020 dejé de trabajar en esa iglesia, ya tenía 5 meses gastando lo poco que tenía, y entonces en mayo de 2021 mis dos padres murieron de COVID-19 y decidí finalmente tramitar lo del regreso. Escribí a un correo que difundió la Embajada de Venezuela para quienes quisieran regresar a través del Plan Vuelta a la Patria. Me llamaron en poco tiempo, y empecé a prepararme para el retorno.

Solo me faltaba la última prueba: un mes antes del viaje me partí el peroné de la pierna derecha en dos partes. Después de tantos peligros y sufrimiento me vine a lesionar de una manera tan tonta: un resbalón en el baño. En plena convalecencia me avisaron la fecha del viaje de regreso, en este barco adonde estoy ahora. Un hermano me esperará en el puerto para llevarme a mi casa.

EL CAMINO Y EL LLEGADERO

Es justo apoyar el derecho de las personas a hacer planes, a salirse de la rutina y a inventar o improvisar iniciativas que aspiran ser lucrativas. A pesar del desprestigio de la palabra “emprendimiento”, debido a su uso y abuso para referirse a cualquier iniciativa seria, cándida o malsana en busca de dinero, no tiene nada de malo eso de “emprender”. Salvo que el acto parezca evidentemente destinado al naufragio desde el principio.

Contra las esperanzas y el optimismo de las personas que contaron sus historias, lo mismo que contra toda persona en movilidad que aspira a que su situación general mejore, confiando en la eficacia de las vías ilegales, jugaba una realidad aplastante, que puebla los medios de información, las redes sociales, los informes de toda índole incluyendo el permanente noticiero y análisis que fluye de boca en boca: las personas que se aventuran a probar suerte por lo general terminan enredadas en laberintos o círculos viciosos de trata de personas, esclavitud y explotación sexual. También las cifras dan cuenta de este tipo de desajustes.

El del barco Paraguaná, embarcación que hasta entonces solo había realizado viajes entre puertos venezolanos, fue el primer viaje del programa “Vuelta a la Patria” que se realizó por mar. Es un plan o política de retorno de personas venezolanas a su país iniciado el 27 de agosto de 2018. El resto de los procesos de repatriación se había realizado por vías aérea y terrestre. Hasta esa fecha se habían realizado 149 vuelos.

El grupo de casi 700 venezolanos representó el 5,3 % del total de venezolanos y venezolanas que vivían en julio de 2021 en Trinidad y Tobago. Antes de este acto de repatriación por vía marítima, se había producido un vuelo del plan Vuelta a la Patria desde Trinidad, en el que viajaron 96 personas.

El proceso de registro de las personas continúa, de modo que aumentará el conglomerado de ciudadanos venezolanos dispuestos a regresar a hacer vida en su país de origen. El número de venezolanos residentes en Trinidad era de aproximadamente 11.800.

Aparte de la reconcentración de los sentidos en los pormenores de relatos y noticias, tuvimos tiempo de atender situaciones más domésticas y útiles: colaboración en la distribución de alimentos, orientación a alguna persona con par de preguntas sin respuesta fácil, el mimetizarnos entre tanto viajero que merece ser invitado a conversar más allá de su drama. Sin el grabador impertinente, sin la actitud un poco al acecho del depredador de historias que necesita del testimoniante el dato sorprendente y más o menos sensacional. Dato para reporteros: justo en ese momento en que andamos sin el arma y sin el dedo en el gatillo, la presa o el objetivo se muestra más franco y fluido. No queda registro del múltiple comentario luminoso o amargo, pero quedan el recuerdo y la sensación, o las sensaciones: en esos laberintos de cuentos y comentarios reside el espíritu del que decidió irse y regresar, la desnudez horrenda de quien confiesa que sus planes son recuperarse y descansar un poco y volver a largarse, y también la declaración de principios edificante, la del venezolano dispuesto a guerrear en su terruño, ya despojado del sueño improbable del progreso personal o familiar en algún país donde ni siquiera los nativos progresan.

Tanta tensión y atención para rastrear el relato primordial, la noticia de impacto y la historia-síntesis, y al final me perdí uno de los momentos clave del viaje: el cuatro espontáneo que saltó de entre el tumulto y empezó a repicar la canción “Venezuela”, cantado por un coro de muchas docenas de venezolanos. Me enteré por un video que luego circuló por teléfonos y redes. Un piso más arriba del instante emocional y energético del trayecto, yo intentaba lograr la hazaña de dormir sentado en medio de perenne bamboleo, después de 30 horas de vigilia. Desaliñado pero sereno, me armé de la soledad y la perturbación suficientes para identificar algunas ideas, ya casi licuadas en un cerebro molido (pero no vencido).

Rescato una de esas conclusiones atrapadas al vuelo, porque me sirve como epílogo: para aquellos centenares de personas, lo quisieran o no, volver a Venezuela significaba la recuperación de todos los derechos perdidos: es imposible pasarla bien cuando se disloca la ciudadanía. Hay quien cree que los venezolanos tenemos un Francisco de Miranda incrustado en alguna zona del mapa cultural o genético, y que ese impulso de los adentros nos declara nómadas y desapegados de la raíz. Pero el barco que trajo al generalísimo habla de otra vocación, que es la de regresar: ser repatriado es volver de un laberinto oceánico hacia el puerto seguro de la ciudadanía. E insistiré siempre: lo reconozcan o no quienes optaron por volver del laberinto hacia la patria.

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